Sin confianza no hay traición: Injerencias arbitrarias.
Nueve treinta y seis de la noche… el teléfono de casa suena. Lo que es un dolor en el trasero porque la extensión telefónica que está en la planta alta tiene la batería en tan mal estado que contestar y que la batería muera es una y la misma cosa. Así que bajo corriendo las escaleras para intentar contestar antes de que la persona que se encuentra del otro lado desista. Es extraño que alguien llame a la casa… a estas alturas solo gente mayor (mis padres o suegra) o los cobradores del banco lo hacen.
Levanto el teléfono y aprieto el botón con la bocina verde. Se trata de una encuesta política. La respondo más por el esfuerzo que implicó llegar hasta el teléfono que por interés en dar a conocer mi opinión sobre el desempeño de tal o cual representante público. Cuelgo y me quedo con un desagradable sabor en la boca… el sabor que deja algo que uno no sólo no estaba buscando experimentar sino de saber que de alguna manera estamos expuestos a toda clase de acoso cotidiano e íntimo.
Desde luego que no se trata de algo nuevo… no es que nunca alguien ―sin consultarlo con nosotros― le hubiera compartido nuestros datos a un desconocido o a un tercero con el cual de manera voluntaria no lo hubiéramos hecho. El problema es la escala… la dimensión del escenario en el cual nos encontramos expuestos. No se trata de una mera red de conocidos con los que interactuamos en el mundo concreto… en nuestro día a día. Se trata de una red de posibilidades… bastas que ―de no ser por lo absurdo― se antojan infinitas. Posibilidades que se extienden de la mano con la aparición de nuevas tecnologías de comunicación… que han crecido exponencialmente del correo postal al telégrafo… del telégrafo al teléfono… del teléfono a la telefonía móvil… a los mensajes de texto… al correo electrónico… a las redes sociales y a la mensajería instantánea.
Pero el problema no para ahí… el problema se agrava en ―por lo menos― dos direcciones. La primera… la muy reducida posibilidad que tenemos de escapar a esta realidad… la dinámica socio cultural laboral en la que estamos inmersos nos orilla (y cada uno de nosotros lo permite y fomenta) a estar conectados 24/7… llegando al límite de jamás apagar nuestros dispositivos. La segunda… hemos normalizado este acoso al grado de preferir ignorarlo antes que molestarnos por ello. La razón… no parece haber remedio.
El asunto se remonta a… o el intento de tomar cartas en el asunto se remonta… al artículo doce de la Declaración Universal de los Derecho Humanos, promulgada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas a raíz de los lamentables y conocidos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. En él se establece que: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.”
Desde luego… el objetivo de dicho párrafo era el de mitigar el poder del Estado sobre sus ciudadanos. Sin embargo… a la luz del innegable desplazamiento en el juego del poder… que ha cedido espacios públicos a la administración privada… se vuelve necesario reformularlo y verlo desde la óptica de nuestro día a día. Preguntarnos si las llamadas telefónicas… los anuncios… los newsletters… el spam… el phishing… el ransomware… el uso que de nuestra información hacen los navegadores y las redes sociales… etc… no son una y la misma cosa: una injerencia arbitraria en nuestra vida privada ante la cual estamos desprotegidos y frente a la cual no sabemos cómo reaccionar.